Guía de la exposición
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Imágenes, Audios y Textos
La niñez arrancada de cuajo, la inocencia entregada a un extraño y el pensamiento confundido ante la vida que ha de aceptar porque así son las cosas; la conformidad y el sometimiento como ofrenda a un esposo al que puede que no haya visto jamás. Y será él quien ponga por primera vez sus manos sobre una piel que no conoce las caricias. Sus labios serán hollados por una boca extraña y sus entrañas quebrantadas en una noche cargada de dolor y de tristeza en una estancia ajena a sus sueños, a sus recuerdos. Los jadeos de aquel desconocido junto a su cuello, serán los acordes que marcarán el principio de una nueva vida.
Y atrás quedarán los juegos, las historias inventadas de amores llenos de sonrisas, bailes y magia, que dibujan la vida del color de las flores. Atrás quedarán su niñez y aquellas amigas con las que jugaban a ser felices; y sus padres y hermanos, a los que quizás no vuelva a ver jamás.
Y el día que cambiará su mundo, con el velo cubriendo su rostro y el torso encorvado, caminará sumisa dos pasos por detrás de su esposo, sujetando con sus manos el pañuelo amarillo que la une, cual ronzal, al hombre que delineará sus pasos. Pero antes, aprovechando un descuido, lanzará una última mirada a la vida que abandona.
¿De dónde vienen las sonrisas? Las sonrisas nos llegan desde los sueños, lugares estos que nos permiten ir más allá de lo que sentimos, de lo que vivimos. Y quizás ella ha sido capaz de soñarse luminosa y radiante, adornada con las joyas que han acompañado a la familia desde siempre y que, también desde siempre, le prometieron que, cuando se hiciera mujer, darían brillo y lustre a su belleza. Y ella soñó durante años con ese día radiante en el que el sol sentiría envidia de la luz de sus ojos. Y soñó cubrir su cuerpo con las lujosas telas que bordaron sus abuelas y que permanecían guardadas en aquel baúl en el que su madre recogía los recuerdos. Soñó con presentarse así ante su esposo, soñado príncipe hermoso, que la acogería con ternura y amor, con dulces miradas y delicadas caricias. Y, en el sueño, danzaba para él sobre una gigantesca flor de loto que emergía del centro del lago, al son de la sinfonía que el cielo interpretaba para ella. Y quizás soñó que a los dos les crecieron las alas y, enamorados, volaron hasta una nube cercana a la luna para reconocerse y amarse. Cuando llega el día y el cortejo del novio llama a su puerta, ella recupera la sonrisa del sueño y mira esperanzada al futuro sin saber todavía que los sueños, sueños son.
Cuando te miro, se me inquietan los adentros. Porque, tú no lo sabes, pero ahora estás conmigo, acompañándome en esta tarde en la que la soledad y el abandono me mantienen sometido. Eres mi único refugio y tu serena belleza calma mi corazón agitado. Y quiero volver a esa mañana en la que te encontré en aquel país lejano, en una ciudad que había sido durante siglos, testigo privilegiado de la historia de un mundo que se preparaba, sin saberlo, para acogerte.
Solo con verte, sentí el dolor de haberme perdido tu infancia, la pubertad desbordando belleza y la lozanía de una juventud pletórica de hermosura. Y soñé que tus labios pronunciaban mi nombre y yo acudía a buscarte, llevando, como ofrenda, la luz del sol y diez mil lunas para que guiaran tus pasos hasta mi corazón arrasado de amor. Quise haber sido el primero en abrazarte, el primero en prometerte una estrella, el primero en beber de tus generosos labios y el primero en escuchar tus gemidos de deseo junto a mi cuello. Quise haber entregado mi vida a tu mirada y mi aliento a tu alma. Y haber sido testigo, cada día de mi vida, de cómo se iba gestando la paz que destila tu presencia.
Nada más verte quise perderme en un sueño en el que fueras mía, en el que fuera tuyo, en el que los dos fuéramos uno. Soñarte cada segundo de mis días a mi lado, ajenos a un mundo al que ya no pertenecemos. Y amarte cada día, extrañarte a cada momento, buscarte a cada instante, y recogerme en tus brazos y en tus sueños.
Rodeada de oscuridad, buscas ese resquicio de luz que os proteja de los demonios, o de los dioses, que te han resignado a una vida sin esperanza y, quizás, también sin sueños. Y en tu mirada, en tu actitud, juego a adivinar el enfado, la rabia que trasciende de tu gesto.
– ¿Y por qué a mí? ¿Por qué a nosotras?
Eres tú la que carga con una hija, bendición en un mundo que no alcanza ni siquiera a intuir y maldición en el que le ha tocado vivir. Un bebé que seguirá los pasos de su madre y, como ella, será madre forzada, siendo todavía una niña, con el beneplácito de todos aquellos que predican la aceptación de un destino inaceptable.
-Es el Karma- le dicen.
Pero se resistirá a transmitir a su hija los pecados cometidos en vidas pasadas y la acercará hasta el río sagrado para liberarla de las cadenas que le impiden llegar hasta ese mundo feliz del que ha oído hablar. Y bañará a su hija en las aguas infectadas por la superstición y la miseria con la vana esperanza de que lo predicado se cumpla
Desde mi ensueño, yo no dejo de gritarle que la única salida es la huida, el abandono de lo aprendido, la deserción de lo conocido. Pero en el fondo sé que está condenada, que ninguna de las dos se desprenderá de la maldición que las mantiene presas de la ignorancia.
Y aquí quedo, con la mano tendida en un sueño.
Pero el sueño es demasiado duro, demasiado tiempo con la mano extendida, suplicando desde un corazón impaciente que te aferres a ella. Sin embargo, quizás no percibas mi presencia, tal vez pienses que es otro engaño, una trampa que te plantea la vida para atraparte, vete a saber. Y así he de volar a otros sueños en los que aparezcas radiante y luminosa, bella por fuera y con la mirada destilando hermosura Y tu hijo decorado con símbolos que le aportarán buena suerte, uncidos los dos con collares de flores, agradeciendo la vida que los dioses os han regalado.
-Es el karma- me dicen-. Tal vez esta mujer ha superado etapas a las que no ha llegado la otra.
Y la vida de aquella que se refugiaba de la oscuridad en un haz de luz queda eclipsada por esta, feliz, decidida, agradeciendo a la diosa ganga, la bendición de sus aguas purificadoras. Y pagará a un sacerdote para que esparza oraciones sobre su hijo y sortilegios con el fin de mantener alejada la oscuridad de su vida regalada y que ningún demonio pueda frecuentar los caminos que trazarán sus pasos. Unos, el miedo y la rabia. Otros la esperanza.
Ilusos
A los dioses, indiferentes a nuestras cuitas, no les importamos nada. Ellos viven en los lejanos cielos, con la vida resuelta y sin que nadie les pida cuentas por sus actos, ya sean estos por comisión u omisión. No hay jueces ni fiscales que presenten cargos contra ellos por desmanes y abandonos. Y si algún pecador descontento clama al cielo por el hambre, las guerras, los desastres o las injusticias cometidas por los poderosos sobre los débiles, no encontrará respuestas en el cielo. Son sordos y ciegos los dioses a las infamias y desgracias, a la iniquidad de un mundo creado sin sentido alguno. Permanecen ajenos, los dioses, a nuestros lamentos y súplicas y ni siquiera la gratitud expresada por algún hecho acaecido, llega hasta sus oídos.
Y, sin embargo, nosotros, los humanos –y también las humanas, claro- creemos que, esos cielos tan lejanos, los llevamos dentro. ¡Somos tan ingenuos! Y después de siglos de sufrimientos, enfermedades y muerte, muchos son los que todavía cierran sus ojos, juntan las manos y recogen su mirada en el interior, buscando los caminos que nos lleven a ese rincón, oculto entre el corazón y los sueños, donde imaginamos que habitan. Pero allí no hay nadie. No hay nada más que nosotros mismos negándonos a abandonar la esperanza de que alguien fuera de este mundo cuide de nuestras vidas. Ilusos.
¿La tristeza es real o imaginada? Y no, no me entiendas mal, porque yo sé que la mía existe, a pesar de que no la dejo frecuentar mis sueños, que me resisto con uñas y dientes a permitirle el paso hasta mi corazón. Aunque no siempre lo consiga, claro. Sin embargo, cuando esto sucede, simplemente, me aprovecho de ella. Es bien sabido que para que tu carne dolida se convierta en palabras, la melancolía que arrastra la tristeza, el dolor que derrama un corazón herido, son el mejor medio para decantar, sobre una página en blanco, los negros exabruptos del alma y convertirlos en canciones, gestas o poemas.
Yo, cuando me pregunto si es real o imaginada, me estoy refiriendo a la tristeza ajena, la que tu cara me cuenta, la que me muestran esos ojos ocultos. ¿Es real o soy yo quien me la invento para adecuar el gesto de tu rostro a un sueño imaginado? O pudiera ser que únicamente sea indiferencia lo que muestras ante la rabia y soledad de aquella joven madre refugiada en un haz de luz. Tú ya pasaste por eso y, al final, también entregaste tus hijas a extraños y, con tu dolor, ya tienes bastante. O quizás sea indolencia ante la vida, que también pudiera darse el caso. Porque es cierto que, cuando ella, la vida, duele, lo mejor es dejarla pasar.
Yo siempre soñé con tener una niña como tú, que mirara con esos ojos profundos a la vida que a cada instante te sorprende, y, aunque no sé la causa, comprendo que a veces, como ahora, puedas parecer enfadada, pero no te inquietes mi bien, porque las contrariedades que te hacen fruncir el ceño, a tu edad, enseguida se pasan y verás cómo, al cabo de unos minutos, el gesto serio, tornará primero en sonrisa y, al poco, en risa abierta, clara y fresca. Porque a mi lado, mi niña, nada ni nadie, perturbará tu ánimo más allá de un suspiro. Ni siquiera mientras duermas, cuando a veces te remuevas inquieta, dejaré de estar a tu lado para protegerte, para susurrarte palabras que calmen tu espíritu. Y enviaré ángeles a tus sueños para que sean ellos quienes guíen tus pasos en el único lugar que me es vedado, que me es imposible alcanzar.
Siempre soñé con tener una niña como tú para verla crecer en belleza y sabiduría; y mientras lo hicieras, el temor a perderte algún día, sé que alteraría mi ánimo entristeciendo mi alma. Y tú, mi regalo, te darías cuenta y vendrías a abrazarme y, muy despacito, me dirías:
-Papá, yo siempre estaré contigo.
Y yo sé que, lo que dices, lo sientes. Sin embargo, también sé que no sucederá de ese modo y que, algún día, tu mirada se perderá en los ojos de alguien que conmoverá tu corazón y tus entrañas. Y habrá llegado el momento. Entonces, os crecerán las alas y os veré partir con lágrimas en los ojos.
Es justo ahora, en el momento en el que te recojo en mi mirada y te dejo entrar en mi corazón, cuando suena, bien cargada de volumen, esta vieja canción en mis altavoces. Y ella, la canción, es la que me acerca a aquel breve y primer encuentro en las orillas del Río Sagrado. Era mi primer día y andaba agitado, queriendo quedarme con todo, avaricioso de imágenes, recolector de escenas, acaparador de sonidos y de aromas. Y cuando te vi, tan pequeño, tan frágil, tan vulnerable, adornada tu frente con aquellas pinturas, confesión inequívoca de tu devota entrega a los dioses, me conmoví.
Sin embargo, confieso avergonzado, que mi cabeza se impuso al corazón, como tantas veces, y reclamé de ti únicamente tu imagen exótica y diferente a mi mundo conocido. Y seguí mi camino, y la noche me pilló durmiendo tranquilo porque mi conciencia tiene vetado el paso a mis sueños.
Fue al día siguiente cuando caminaba por una calleja estrecha. Justo al volver una esquina, ahí estabas, sentado en un poyete de cemento, con la misma mirada que la tarde del día anterior. Sin palabras, con un gesto, me invitaste a tu lado y me hiciste un regalo que atesoro y que cuelga de aquella figura en el salón de mi casa. Y sentí entonces que me acogías con dulzura, a pesar de mi indiferencia pasada y de mi amargo pensamiento.
Prepárame, vieja hechicera, la pócima que me haga olvidar aquella mariposa de siete colores que me tiene secuestrada la razón y el pensamiento, condenándome a vagar por estrellas apagadas y cielos sin luna.
Regálame, vieja hechicera, el brebaje que me haga olvidar el desatino oscuro que es mi vida sin su luminosa presencia, sintiéndome desnudo sin el calor de su cuerpo junto al mío, penando en infiernos gobernados por su ausencia, rechazando los cielos en los que no estuviera su presencia.
Recita, vieja hechicera, el sortilegio que me permita dormir sin sueños en los que ella siempre aparece, condenándome al martirio de revivir, cada noche, el momento en el que se dio la vuelta y se llevó mi vida con ella.
Regálame, vieja hechicera, la paz del olvido.
Me quedé sin sueños cuando me dejaste, vacía la vida de sonidos, sin luz y sin pulso, sin aire en los pulmones y sin sangre en las venas.
Me quedé sin sueños cuando exhalaste el último suspiro, sin que sintieras el dolor que tu marcha provocaba en mi alma desgarrada.
Me quedé sin sueños cuando tu presencia abandonó mi vida, cerrados todos los caminos, sin un corazón en el que refugiarme, sin una mano a la que asirme. Me quedé sin nada.
Me quedé sin sueños y la vida cerró sus puertas ante mi cara bañada por las lágrimas que tu ausencia provocaba.
Me quedé sin sueños al no poder escuchar tu voz junto a mi lado.
Me quedé sin sueños ante el silencio de una soledad apabullante.
Me quedé sin sueños cuando entendí que tu sonrisa serena jamás volvería a iluminar mis días, desde entonces, llenos de amargura.
Me quedé sin sueños cuando me di cuenta de que tu piel ya no se rozaría con la mía haciéndome sentir viva.
Me quedé sin sueños, me quedé sin vida. Huyó la esperanza de mi lado y quedé inmóvil, sin entender cómo podría vivir sin que me quisieras.
Me quedé sin sueños cuando la muerte te arrancó de mi lado, sola y frágil, a merced del viento y del frío, a merced de la oscuridad de una noche que ya se hace eterna sin ti, a merced del miedo a tener una vida sin ti.
Solo concibo mi vida a tu lado, pero me quedé sin sueños.
No podrás conservar la esperanza más allá de la muerte ni rodear con tus brazos a todos los que anhelan tu cariño. Nunca podrás ver a través de la oscura noche ni encontrar la verdad disfrazada de palabras.
Difícilmente llegarás a comprender que haya un Dios que nos ama y no entenderás las guerras, la violencia, la maldad intrínseca de los hombres.
Nunca sabrás porqué mueren niños de hambre ni porqué son maltratadas las mujeres, esclavizadas, reventadas por el miedo y la ignorancia de los hombres.
Tal vez hayas venido para verme reflejado en tu mirada, para paliar con mi dulzura el odio y, con tu corazón generoso, desterrar para siempre la avaricia.
Puede que alguien descanse fugazmente sus ojos en los tuyos y pueda ver en ellos que en verdad hay un mundo diferente. Pero no en otro lugar, sino aquí, justo donde tú estás ahora.
No lo sé, amigo, no sé quién has sido ni tampoco quién eres en este momento en el que cuentas el dinero recogido y que hoy te servirá para cambiarlo por comida. Y hoy es lo único que tienes, lo único que importa.
Nada me importan los años, ni las arrugas, ni que la vida haya arrebatado la tersura y lozanía de tu cuerpo, ni siquiera contemplo que hubo un día en el que te entregaste a un hombre al que permaneces unida, quizás a pesar de años huérfanos de caricias. Y no sé si todavía lo amas o si lo hiciste durante algún tiempo, nada de eso tengo en cuenta, pues lo único que me importa es esa belleza serena, esa mirada bruñida, bañada en miel, ese soñarte desde la locura; y la sonrisa que me ofreciste mientras te guardaba para siempre y que preñó mi corazón de gozo al contemplarte tan bella, tan serena.
Y sé que nadie comprenderá mis desvaríos, ni que me deje arrastrar por mi mente trastornada, huyendo de una realidad para muchos evidente. Incluso habrá quien me susurre que abra los ojos, que es una vieja. ¡Pobre imbécil! No se da cuenta de que yo te miro desde el corazón o puede que, desde algún sueño, no me importa el lugar. Lo que importa es que, al verte, soy capaz de vivir en la locura, lejos de este mundo endurecido, enfermo de imágenes adecuadas, y adivinar el alma en tu mirada.
Sin embargo, según te miro, me doy cuenta de que también podrías ser esa viejecita entrañable y desamparada que con melifluos gestos, implorantes palabras y alguna lágrima de cocodrilo, embauca a los hermanos perdidos y los atrae, ladinamente, a esa casita de chocolate, blanco y negro, de los dos, que rodeada de un jardín en el que crecen bastones de caramelos, el camino es de gominolas y de los caños de una fuente, mana Coca-Cola -Zero azúcar, Zero cafeína-, y, una vez dentro, desaparecerá la dulzura, la pena y la súplica del rostro de la vieja y, de un bocado, acabará con los niños en su panza.
Por no hacer caso a la abuela.
Una niña tan pequeña que sus ojos, atentos y bien dispuestos, reciben cada poco una sorpresa que la deja con la boca abierta. Y se vuelve, asombrada, hacia su hermano, más curtido, para señalar con un dedo algún acontecimiento nuevo para ella. Quizás algún gusano que se arrastra penosamente por el suelo, una rana que salta o aquel mono que ha robado fruta de una cabaña de la pequeña aldea y al que persigue una mujer inútilmente.
Y casi todo es nuevo para ella y hay cosas que aún le asustan, como la aparición del hombre que la mira a través de un aparato que no entiende. Pero enseguida se repone. Le puede la curiosidad, más fuerte que el miedo, y se acerca para tocar aquella cosa extraña y fría. Y cuando él le enseña su imagen en la pequeña pantalla de su cámara, sus ojos, esos ojos, aún se hacen más grandes y sonríe, extiende el brazo hacia su madre y, cerrando y abriendo la manita varias veces, reclama su presencia para compartir con ella su descubrimiento.
Está aprendiendo a vivir. Y aprenderá rápido. La inocencia le durará pocos años y perderá la capacidad de sorprenderse y, entonces, ya no será ella. Porque los hombres, las mujeres, cuando ya nada nos sorprende, cuando ya no somos capaces de descubrir la vida a cada instante, abandonamos nuestras almas de niños.
Ya no somos nosotros.
Ya ha llegado a ese momento en el que has de dejar, quizás algo bruscamente, la niñez que te ha acompañado durante estos pocos años. Y sé que resultará duro abandonar la inocencia, los momentos eternos de tus juegos con los otros niños de la aldea. Nadar sin control ni tino en las turbias aguas del lago durante horas o perderos en la jungla que nos rodea y protege, para convertiros en cazadores de leyenda tras la pista de un dragón legendario. Y sin duda que lo atraparéis y comeréis su corazón, todavía palpitante, para poder volar a otros mundos, a otros juegos.
Ha llegado ese momento en el que has de abandonar esa vida en la que no tenías necesidad de soñar porque ya vivías en un sueño en el que todo era regalado. Despierta, hijo mío, a la etapa en la que todo cuesta, todo duele. Y lo sé, soy consciente de que es demasiado pronto, que aún no estás preparado para dejarte la piel en duros trabajos que te reportarán únicamente aceptación y tristeza. Pero así es la vida que nos ha tocado en suerte en esta parte del mundo. Y cuando yo muera, no me reproches lo que hice; no me quedó otro remedio.
Y quiero pedirte perdón por no haber podido protegerte de las penalidades y miserias, de las injusticias a las que los dioses y los hombres nos condenan y haberte despertado tan pronto. Quizás he sido demasiado cobarde para rebelarme, para luchar contra todo y contra todos. Pero siempre he estado solo, hijo mío, y apenas soy nadie, únicamente un hombre ignorante y sometido contra el mundo.
Despierta, la vida comienza.
Tu sonrisa, sin tu mirada, sería como una mañana sin sol, como una tormenta sin truenos, como la pasión sin pena, como un alma sin dioses o una iglesia sin fieles. Tu sonrisa, sin tu mirada sería como un abrazo sin besos, sin palabras brotando de las entrañas entregadas.
Tu sonrisa sin tu mirada.
Pero esa melodía referida, no quebrará los cabales de los habitantes de la aldea. Al contrario, les llenará de ilusión a los más pequeños porque han llegado los helados. Abandonarán los juegos en los que anduvieran entregados y correrán ansiosos a pedir unas monedas. Y suplicarán, rogarán, incluso derramarán lágrimas sinceras que acabarán conmoviendo a la madre, o tal vez a la abuela, y, con el dinero en la mano, emprenderán carrera para no quedarse sin su helado. Y una vez conseguido, resplandeciente y luminoso, lo lamerán con cuidado, con mimo y temor, no vaya a ser que, de un lametón intenso, disminuya drásticamente su volumen y, por tanto, el tiempo de disfrute y gozo. Pero también lo mirará temeroso de que se deshaga. Y tras dudar unos segundos, enseguida a la boca, por si acaso.
El helado. Otro momento con el que soñar.
Y a propósito, ¿a qué juegan estos niños? Pues a cualquier cosa.
Verás, se pueden entretener lanzando piedras a ver quién se acerca más a alguna línea trazada en el suelo, o a encorrerse y a pillarse, a tramar trastadas o, si tienen un balón, o algo que se le parezca, pues a darle patadas. O se cuentan historias que se inventan para atraer la atención de los otros niños. Y yo los he visto hacer carreras de ruedas. Pues sí, hasta esos lugares llegan los deshechos de este mundo que únicamente globaliza la contaminación de pueblos oprimidos por la miseria traspasándoles toda la mierda que generamos y que imaginamos.
Y si hay agua, ya no los sacas de ella en todo el día. Dios, cómo disfrutan. Y salen al cabo de horas, tiritando, a pesar de que hay como cuarenta grados de temperatura.
No, querida, no son bostezos de aburrimiento, sino que abren la boca por efecto del asombro que les produce tu rostro contemplando sus fotos, su mundo.
Con la boca abierta
Sin embargo, ante mis llantos quejumbrosos, siempre acudían, unas veces mi madre; otras mi padre. Y, una noche, mientras me acariciaban la espalda de aquella manera tan suave, tan placentera, me prometieron que, si volvía a dormirme, no pasaría nada malo, porque se habían hecho amigos de un hada que cuidaría de mí en aquellos mundos fantásticos donde todo era posible que ocurriera. Y no me engañaron porque te encontré pronto en alguno de esos sueños y, al verte, tan dulce sonrisa, tan tierna mirada, sentí que tú me protegerías siempre. Y lo hiciste, conduciendo mi vida por aquellos parajes fantásticos que he llegado a amar tanto.
Y cuando surgiste de aquella calle estrecha, te reconocí al instante. Pero nada te dije, nada dijiste. Sin embargo, me miraste con la dulzura de siempre, con la sonrisa de siempre, y seguiste tu camino. Y yo el mío, sabiendo que, tal vez esa noche, nuestros pasos se encontrarían de nuevo. Porque tú siempre me guardas.
Lo sé. Ella, la de la foto, no es la abuelita del cuento; en todo caso, podría ser Caperucita, habiendo recibido, en herencia, los grandes ojos de la abuela.
-Caperucita, Caperucita, qué ojos más grandes tienes.
-Son para que el mundo quepa en ellos, para que no se me escape nada de lo que la vida me ofrece, para que encierren al sol en mi mirada y para regalaros la luz que iluminará los caminos que jalonarán vuestras vidas.
Porque la Caperucita de este cuento, ya tiene niños a los que alumbrar por las noches, a los que amparar durante el día. Y no uno ni dos, sino tres. Y un esposo al que aguarda cada día, al caer el sol, sentada en la puerta de la casa.
-Pero el esposo, ¿es el leñador que la salvó del lobo? –me pregunta alguien que escucha la historia
Pues, la verdad, no lo sé. Pinta no tiene, pero ya se sabe que, las apariencias, engañan. Lo único que sé es que se miran en silencio como únicamente lo hacen los amantes, los que se quieren.
-Caperucita, Caperucita, qué ojos tan grandes tienes.
Siendo así, comprendo tu enfado y te pido disculpas por la grosera intromisión en ese espacio al que únicamente tú tienes acceso. Tú y aquellos que viven en los sueños, claro, por lo que me daré la vuelta para que cierres los ojos, se te borre el ceño fruncido, y recuperes el sueño y la sonrisa que iluminará tu rostro al caer rendido en los brazos de tu diosa.
Porque ellas, las miradas, por lo general vagan arrastrando sueños, recuerdos y esperanzas, hacia un destino incierto, adentrándose en lugares inaccesibles que están más allá de lo reconocible. Y a veces sucede que se encuentran con alguna otra que se nos perdió hace tiempo, puede que cuando fuéramos niños y creíamos que la vida era un regalo exento de sufrimiento, y vuelven a nosotros. Cuando esto ocurre, siempre cerramos los ojos, para retenerlas y saborear el sabor dulce de aquellos momentos tan lejanos. Y no queremos abrirlos para que ningún espejo refleje nuestra piel sembrada de años. Y guardaremos en lugar seguro, ese que está justo entre el corazón y los sueños, esas miradas encontradas que nos han devuelto a los tiempos felices de la niñez. Y cuando estén a buen recaudo, sólo entonces, tras un suspiro, lanzaremos otra mirada perdida, quizás ella encuentre la de aquel amor ahogado por la rutina, el tedio, la apatía, para revivirlo.
Y si volviera a vivir, preferiría hacerlo para siempre entre tus brazos.
Y si alguien me hiciera optar entre los muchos besos, elegiría aquél primero contigo, el que marcó mi vida. Y si tuviera que perderme en una piel, lo haría en la tuya, que sabe a mar y huele a viento.
Sin embargo, no puedo escapar a este presente, condena merecida por haberte dejado sola en aquel sueño lejano. Un presente en el que ya no hay tiempo para recuperar la sonrisa perdida y que la ternura desborde mis gastados ojos, mi endurecida mirada. Y de nada sirve, amada mía, arrepentirse. Deshacer los pasos perdidos es imposible, ya lo sabes, por lo que, únicamente me queda acurrucarme en este lugar oscuro a esperar una muerte que ya llega tarde, demasiado tarde.
Si tuviera que perderme en una piel, amada mía, lo haría en la tuya, que sabe a mar y huele a viento.
Y ahora, al verte, maldigo el día en el que te entregué al hombre que ha secuestrado tu alegría.
Mi abuelo es tan grande que cuando nací, yo cabía en la palma de su mano y allí me quedaba dormida cada noche para protegerme de los demonios que se comen a los niños que se pierden en los sueños. Pero yo nunca lo hago, nunca me pierdo porque él siempre está conmigo y, como es tan valiente y tan fuerte, nunca me pasará nada.
Hoy me viene a buscar para llevarme a la plaza porque es fiesta. Y habrá músicos y magos y de todo, todo, y sacarán los carros del templo. Estoy tan contenta que he fabricado un beso tan grande que casi no me cabe en la boca para regalárselo. A él le gustan los besos grandes porque mi abuelo es un gigante, grande como una montaña y más fuerte que un elefante.
Hajurabuba
Y si es así, si únicamente eres un sueño, te imaginaré creciendo libre de la ignorancia y la pobreza. Alimentado tu espíritu con amor, sabiduría y respeto, para que nadie hipoteque tu futuro, para que nadie te condene a amores pactados. Te imaginaré feliz, satisfecha y plena.
Te soñaré mujer.
Corren los monjes recogiendo con una mano, sus túnicas para no tropezarse en la carrera. Salen los vecinos a las puertas de sus casas invadiendo las calles. Acuden curiosos, amigos, conocidos y desconocidos. Casi todos contentos, aunque los hay que muestran rastros de envidia en la mirada y el gesto por no haber sido invitados. Pero, comprendedlo, no todos pueden ocupar esos espacios reservados para los elegidos, para los más cercanos.
Todos ellos ataviados con sus mejores galas, con los trajes y vestidos que han adornado las bodas desde tiempos que, los hombres y mujeres que acuden a ésta, no recuerdan.
Llegan ellas enjoyadas y ornadas según su rango y poderío, luciendo brillantes y coloridos vestidos; labios rojos, ojos pintados, cuidadas las uñas y faldas de amplios vuelos. Ellos, más sobrios, lucen blancas camisas bordadas y pantalones bombachos, también de vistosos colores. Y todos, ellas y ellos, se aderezan con grandes sonrisas que, a la postre, son las que dan realce al acontecimiento. Y los niños, los que más disfrutan de la fiesta, se muestran orgullosos de lucir semejantes galas, olvidando, por un día, que mañana caminarán descalzos por las polvorientas y descuidadas calles de su pueblo.
Al final, la risa es el premio al juego que empezó con unas gafas que se prestan. Sin embargo, siempre hay algo detrás, algo que nos empuja a compartir el espacio y el tiempo con desconocidos con los que no somos capaces de superar las barreras del lenguaje verbal. Pero inventamos gestos, ademanes que nos conduzcan a la comprensión del prójimo. Y así, somos capaces de entendernos, para vergüenza de unos dioses soberbios que, tras Babel, decidieron que lo mejor era que no lo hiciéramos, no fuera a ser que nos pusiéramos de acuerdo para expulsarlos del Olimpo y se acabara de este modo su tiranía.
Y nunca contaron, los dioses, con la capacidad de muchos, de muchas, de romper las barreras impuestas con una única mirada. Porque también ella, la mirada, es la llave que abre los corazones ajenos y permite que, del abrazo, nazca la risa; la risa cascabelera que surge del placer de vivir contigo este momento.
El sacerdote es el receptor de tal privilegio, el que guía, aconseja y guarda las almas bajo su cuidado, el guardián de las llaves que abrirán las puertas que conducen a los caminos de los dioses. El conoce ritos, fórmulas y oraciones para que las demandas de los hombres, indefensos ante los avatares de la vida, lleguen hasta los cielos.
Y será el sacerdote, cómplice de una tradición nefasta, quien bendiga la unión de unos chiquillos que, ajenos a su destino pactado, acuden engalanados ante su presencia para que, lo que se decide en aquel momento, quede atado y bien atado, así en el cielo como en la tierra.
Será él quien conjure el favor del dios de turno y les advierta de las consecuencias terribles que acarrearía no respetar los juramentos. Sin embargo, no son conscientes de lo que está ocurriendo. Para ellos solo es un día de fiesta. Únicamente el paso de los años les revelará que fue el sacerdote quien, ante dios, les cercenó la libertad de amar y ser amados.
Bailan alrededor de la capilla, donde el sacerdote aguarda, y se recrean en la celebración. Y beben los hombres y las mujeres comparten las sonrisas, regalando parabienes y abrazos a la madre del niño, que parece como ausente, sin saber, en realidad, qué es lo que ocurre, al igual que yo que desconozco el motivo de aquella fiesta montada en mitad de una calle estrecha.
La llegada de otro cortejo de similares características, me saca de mis cábalas. Y entre los que se incorporan, enseguida distingo a otra madre igualmente engalanada que, en lugar de un niño, es a una niña a quien lleva entre sus brazos.
Y al niño le sigue la niña, que es objeto de similares ritos. Las mismas oraciones son elevadas al cielo guiadas por el humo del incienso que aromatiza el ambiente, eliminando, a un tiempo, las energías negativas que pudieran haberse colado en el festejo. Solo la felicidad cabe en esta fiesta que tiene como objeto anunciar el compromiso de una niña de dos años con un niño de seis. Y ya no serán libres para elegir al amor que les llevará en sus brazos a la gloria reservada, únicamente, para los corazones enamorados.
Y todo ello terminará con el sacrificio del macho cabrío cuya sangre, derramada sobre la calle, será la firma que les unirá para siempre.
O no. Quién sabe.
Los niños
Por eso él, hombre sabio que recorre el mundo encontrando la vida, calla y observa. Incluso es capaz de empatizar, aunque únicamente sea por unos segundos, con un pueblo aferrado a la tradición como único asidero que les mantiene con la esperanza viva como grupo. Pero la mirada de los niños, mirada perdida en la ignorancia, confundidos por las risas, las sonrisas, los abrazos, le llevará a mantenerse al margen y rezará para que sean ellos, los niños, quienes, en unos, años, rompan las invisibles cadenas de un hábito que es una condena.
Y ya nada te falta, a nadie extrañas, y te dejas llevar por los suaves caminos que conducen a tu corazón, satisfecho y pleno, entregado a la tarea de vivir este instante eterno en el que eres tú quien sonríe a la vida.
La risa que te empuja a amar a quienes te rodean. Y en un momento, te das cuenta de que tú también eres feliz, de que no necesitas nada más que lo que tienes, que todo lo demás te sobra, y te desprendes de amarguras y sinsabores en brazos de esa risa que ilumina tu retrato.
La risa, que todo lo puede.
Sin embargo, pudiera estar equivocado, como casi siempre. Tal vez el loco sea yo que permanezco aferrado a imposibles quimeras y que, cada mañana, me dibujo en el espejo, haciéndome ver lo que no soy, lo que nunca llegaré a ser. Y es ella, la razón que me domina, la que le dicta al corazón los sentimientos que me convienen y los que no. Y no permite que las emociones quiebren mi espíritu y sea capaz, por ejemplo, de conmoverme ante el dolor ajeno, o rebelarme ante las injusticias de un mundo sin sentido.
Sin embargo, lo que no pudieron sus enemigos, lo consiguió el hambre y la llamada de los tiempos que cambiaban la dignidad por las migajas sobrantes de un banquete al que nunca fueron invitados. Pero él se mantuvo firme y, fiel a su responsabilidad como guardián de la historia y del pueblo Ifugao, aún hoy, con más de cien años, recorre los límites de su aldea armado con la lanza que todavía conserva restos de sangre humana.
¿Qué queréis? Soy un soñador y quiero que ésta sea la verdadera historia del viejo desdentado de risa fácil, la del abuelo que, a cambio de unos céntimos, se hace fotografías con los escasos turistas que llegan hasta las montañas de lo que, hace no mucho, fue territorio de un pueblo valiente y orgulloso.
Yabanbe fue un gran guerrero, un gran jefe.
Al final, el que fuera gran jefe y gran guerrero, necesita de ellas para casi todo, incluso para recordar las grandes gestas conseguidas, las batallas ganadas, la gloria alcanzada, la fama adquirida que hacía que Yabanbe fuera reconocido entre todos los moradores de las montañas. Y son ellas las que le recuerdan, cada mañana, que él es Yabanbe, gran guerrero, gran jefe, que tiene la obligación de proteger a su pueblo, si fuera preciso, con su vida. A pesar de los años, a pesar de los tiempos. Es el último que queda.
Piel clara, cabello oscuro.
Sin embargo, nunca la has abandonado; o puede que haya sido ella la que no ha querido dejarte sola. Sea como sea, a ella te has enganchado, día y noche, como a un clavo ardiendo. Y en sus brazos, has llegado hasta aquí, hasta las orillas del río con la intención de que su flujo te conduzca a un paraíso soñado en el que el dolor de la vida sea arrastrado por sus aguas y te libere del sufrimiento regalándote la paz prometida. Y yo sé que lograrás desprenderte de los apegos y cadenas que te han hecho vivir tantas vidas ingratas, tantos sinsabores; porque siempre lo has soñado. Lo veo en el gesto preñado de firmeza de tu boca, en la mirada prendida en un horizonte que está cada vez más cerca, casi al alcance de tus sueños, armada de una fe regada por ella: la esperanza mantenida.
Buda yaciente, Buda durmiente, recogido en el aliento liberador de la muerte, acogido en el reino de la verdad absoluta. Y con la liberación del Buda, se desparraman sus acólitos por las tierras de la desolación, huérfanos de la palabra y de su ejemplo, buscando el árbol sagrado que ilumine sus almas.
El Buda yaciente expele su último aliento y parte a un cielo sin retorno con la paz traspasando sus párpados cerrados. Pero, cuentan que dejó su corazón compasivo entre los hombres.
Tengo una muñeca pintada de azul que juega a ser diosa, aire fresco y puro en este ambiente viciado. Y está al lado de los que sufren, sujetando su mano trémula, su corazón quebrantado. Es ella, mi muñequita pintada de azul, la que acompaña al ciego guiándolo en su camino para evitar que tropiece, como siempre, en la misma piedra del camino.
Tengo una muñeca pintada de azul que juega a ser diosa, dulce sonrisa, aliento fresco que purifica el alma de los que creen en ella, de los que la buscan en la oscuridad de la noche para que ella, mi muñequita pintada de azul, reconforte su corazón atormentado y enjugue las lágrimas del abandono.
Tengo una muñeca pintada de azul a la que un ángel acompaña y guarda y que, poco a poco, se va tiñendo, también, de azul.
Jugando a ser dios
Y nunca sabremos qué es lo que el pequeño siente al contemplar a la abuela, tan seria, tan circunspecta, indiferente al mundo y a las miradas ajenas, que no a la propia. Ni siquiera sabemos a quién mira, si al nieto o a la vida que ya se le escapa.
En realidad, nunca sabemos nada y casi todo es imaginado, cuando no inventado. Como estas historias que os cuento, estos poemas que os canto, que a saber de dónde las saco. Igual me las ha contado un trasgo con el fin de confundiros y que no sepáis hacia dónde se dirigen mis miradas.
O mis palabras.
Y ya es hora de lanzar una última mirada a todo lo visto y recordar todo lo escuchado, pues quizás no tengamos otra oportunidad de hacerlo. No os privéis y soñad conmigo en las miradas que se ignoran y en las que se encuentran más allá. Pero, sobre todo, en la última. Es la que quedará en la memoria.